Hay voces que implican conocimiento, surtidores de palabras generados para la creación y la recreación del verbo. Una esencia que comparte ese armazón, tan lleno de ventanas, y que se conoce por la génesis de una sólida aportación literaria. Por ello, la generación de los cincuenta tiene representación en la provincia de Almería a través de la obra de Julio Alfredo Egea, el poeta de Chirivel, una obra que aparece jalonada por importantes reconocimientos, recabados a través de los años. Su poética, recogida en más de una docena de libros, y su discurso narrativo, a través de memorias y cuentos, así lo avalan.
Como integrante de una generación en la que dejó huella la incivil guerra del 36, la niñez de Julio Alfredo estuvo acompañada de paisajes llenos de claroscuros. Una época –la postguerra-, llena de sinrazones y abismos, y abierta, al mismo tiempo, a la reflexión y la esperanza: hallar, latente, el trino de los pájaros, máximo exponente del canto a la libertad, pilar en el que se gesta su obra creativa. Sus escritos, todos ellos, beben del poso de las libertades, desde una verdad ética y una reflexión humanística. Su profesión, licenciado en Derecho por la Universidad de Granada, se suma a esa visión del mundo en la que ha de reinar la verdad y la justicia. Este es el entorno del poeta.
Los profesores Arturo Medina y Juan José Ceba prologaron sendas Antologías Poéticas, “1953-73” (1975) y “1973-1988” (1989). La primera de ellas, contiene los libros “Ancla enamorada” (1956), la marginalidad, el fantasma de la guerra. Y un ofrecimiento: “Todos estáis citados en mi casa,/ en el número 4 de esta calle./ Vamos a hablar de rosas y de sangre./ Os pediré a la entrada/ pasaporte de aroma y de latido./ Traeros el corazón, es necesario./ Nos sentaremos junto a la ventana:/ Una calle de tierra estremecida/ y los hombres que pasan”. “La calle” (1960), la necesidad de encuentro, el desvalimiento: “El hombre, inútilmente,/ pretende verse a solas con su muerte./ Y tira de una vida/ con una hebra de estambre algunas veces/ y otras recobra vidas que abren ríos/ con las arterias firmes./ Entonces es un dios con bata blanca/ que busca soledades/ para morir un poco”. “Museo” (1962), recorrido por las salas de la existencia: “La vida son manzanas/ coronadas de trinos,/ bebiendo el corazón dulce del árbol”. “Valle de todos” (1963), tras la larga postguerra: “Los nuestros, los amigos;/ el que llegó del balón al fusil/ sin pasar por los besos de una muchacha;/ el que acicalaba sus manos artesanas/ esperando la hora del amor,/ y el que temblaba al coger un pájaro herido/ pensando que era el mundo agonizándole en los dedos”. “Piel de toro” (1965), la comunión de las almas, los exilios exteriores e internos: “palpita en este asfalto/ un pulso de ciudades/ en espera, de tierras/ con la espiga menguada;/ de hombres que se despiden/ de España, en esta plaza/ y que arrugan con rabia/ el pasaporte, y sueñan/ primaveras cumplidas”.“Repítenos la aurora sin cansarte” (1971): la esperanza ante la soledad y el infortunio: “Es inmensa la noria de la vida,/ es inmensa y mantendrá su ritmo,/ el vigente engranaje”. Y “Desventurada vida y muerte de María Sánchez” (1973), la prostitución, la soledad: “El sol no la conoce,/ ella es noche en la noche,/ ella siega el gemido sin darse cuenta y baila/ como un río desbordado”.
La segunda Antología, “1973-1988” (1989), incluye las obras: “Cartas y Noticias” (1973), legado epistolar, en “Carta urgente a Rubén Darío”: “Un águila de gracia hilvane tu palabra/ y este idioma de amor se esparza como un humo/ fraternal, tapizando/ las heridas del mundo,/ rompiendo para siempre agónicos silencios,/ levantando la fruta/ incorrupta, dulcísima,/ del corazón de España”. “Bloque Quinto”, la deshumanización de las grandes ciudades, el cosmopolitismo devastador de las conciencias (1977): “No puedo/ encontrar la salida./ De pronto, como llama/ de candil, levemente/ brota el verso y me salvo/ de morir asfixiado/ dentro de una batalla/ de altavoces”. “Sala de espera” (1983), preámbulo del adiós que un día ha de ser definitivo: “Un as de amor decide la partida./ Siento la eternidad de haber perdido”. “Los regresos” (1985), texto ataviado de fina ironía, de sutil humor, factores tan característicos en la expresión poética de Julio Alfredo Egea: “Triunfarán las espigas/ sus alfileres de oro morderán la solapa del presidente/ electo, entrarán como lluvia/ por los angostos bronquios del night club/ e inyectarán savia de enebro/ a los hombres malva”. Y su poemario, hasta el momento inédito, “Arqueología del trino” (1987): “La espera/ es vigilia de parto; levedad de pestañas/ empuja a los satélites/ lentamente./ Desatan bandadas de libélulas/ un cinturón de brisa, la desnudez del día”.
Posteriormente, vio la luz un magnífico libro, “Los asombros” (1997), combinación de verso y prosa: “La libertad dijeron que era un nardo/ que se quedó en jazmín, o era una estrella/ que intentó hacerse pájaro/ frente al dictado azul de la galaxia”.
El camino de juventud, destacando el constante descubrimiento, la actitud del poeta ante la vida, el desbordamiento de amor a la familia, al prójimo, a la esencia de Dios. Existe, indudablemente, en sus reflexiones, una inmensa ternura hacia el mundo circundante, donde el hombre es profundo referente de vivencias y conocimiento. Hay una panorámica abierta hacia el paisaje almeriense, el descubrimiento de la naturaleza, el equilibrio de sus acotaciones, el deslumbramiento ante los hallazgos. Los asombros sentidos, vividos y permanentes.
La memoria poética, alzada hacia un sentimiento universal. La historia del hombre que mantiene intacta su capacidad de conocimiento, el pasado, el presente emocional, las vivencias. Todo ello queda contenido y anunciado en “Voz en clausura. Antología de sonetos”, editada en 1992 en la colección Alhucema. Y la esperanza ante un futuro en el que domina la máquina y que en su poemario “Fábula de un tiempo nuevo” (2003), Premio de Poesía “José Hierro”, se refleja como realidad escrutadora. Es el discurso, la ironía, la lucha por la existencia, tiempo de clonaciones, de dominio de la máquina frente al hombre, la paradoja del progreso, la necesidad del salvar el remanso de la naturaleza, en medio de confusiones mediáticas, de tiempos deshumanizados: “He anclado en la nostalgia./ Voy a salir de nuevo hasta llegar al Parque./ Necesito saber si florecen las rosas”.

Dos libros más, coetáneos en el tiempo, se suman a esta esencial singladura: “Desde Alborán navego” (2003), finalista del Premio de Poesía “Rafael Morales”. Poesía colmada de esencial humanismo, de esos silencios necesarios para hallar y plasmar su significado en el más alto grado de expresión. En solidaridad con los pueblos del mundo: “Así quiero mis voces interiores,/ proletarias, capaces/ tal vez de convocar naves perdidas…”. Un faro latente de luz para el caminante, para la voz mediterránea. La metáfora del ser humano que desemboca en la creación, en una navegación con rumbo a la esperanza, con el alma llena de horizontes para vencer a las sombras. Una brújula orientada, permanentemente, al encuentro con la vida.
El poemario “El vuelo y las estancias” (2003), fue editado por el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria. Poesía intimista, de recuerdos y presencias, de amplias estancias iluminadas. Sensibilidad y hondura, “ese viento de fuga que cumplía libertades de pájaro”. Sombras en vuelo permanente para un tiempo necesario, de ofrendas, de realidades, lleno de nostalgia. Porque el poeta sabe de ausencias y de la “soledad en el vino y la palabra”.
El paso del tiempo no aflige al poeta en tanto en cuanto ha vivido y ha tenido acceso al conocimiento, al convertirse en privilegiado observador de la realidad. Y lleva adelante el proceso a través del preciso dominio del verbo, de la palabra, que fluye en armonía hasta alcanzar elevadas cotas. Se trata de un amplio tapiz que recoge la evocación de los sentidos, la intensa búsqueda de un proceso de comunicación, amplio vuelo de luz, musicalidad interna en cada verso que nos acerca a un intenso proceso de reflexión. Es la capacidad de emocionarnos ante estrofas modeladas con la arcilla de un tiempo que se nutre de las horas y del trabajo cotidiano. Es esa existencia del dolor humano, del pasado y la memoria que nacen de una mirada limpia, transparente, diáfana, tremendamente lúcida y llena de signos.
La palabra de Julio Alfredo Egea se interna por la intrahistoria de los días, culminando puertos, adonde llega revestido de imágenes y sentimientos. El aliento humano es el motor del mundo y mueve el pulso de la existencia. Se trata de un recorrido espiritual donde se hace presente el paso del tiempo, con sus contraseñas de identidad, con sus claroscuros anímicos, y, de cualquier forma, donde existe un espacio para vivir y para soñar. Y de telón de fondo, el eterno y necesario tema amoroso, como dijo el propio Julio Alfredo, en una entrevista concedida al escritor y crítico Pedro M. Domene, “Sólo el amor debería mover el mundo, ser eje, principio y fin de todo”. El amor a Dios, a la familia, a la naturaleza, en sus libros “Puesto de alba y quince historias de caza” (1996), o “Alrededores de la Sabina” (1997), el árbol milenario, orgullo de la comarca de los Vélez. Un árbol junto al que el poeta creció, tan leve a su lado la existencia del ser humano.
También contemplamos el gran amor a los niños, en su obra “Nana para dormir muñecas” (1965), poesía, texto ilustrado por el acuarelista Enrique Durán. Su cuidada prosa, en “Plazas para el recuerdo” (1984) o “La rambla” (1986), “El sueño y los caminos” (1990), “Mi tierra, mi gente” (1993), que dan testimonio de vida, de la esencialidad de un recorrido íntimo, del placer de existir.
También el tema de la muerte, ese último destino del hombre, que Julio Alfredo Egea afronta con una total esperanza.
La poesía de Julio Alfredo Egea –recogida también en “Asombros traducidos” (2003), CD editado por la revista literaria granadina “Ficciones”, y en el volumen “Tríptico del humano transitar”, editado en el año 2004 por el Instituto de Estudios Almerienses, conteniendo sus textos de tema sociológico: “La calle”, “Desventurada vida y muerte de María Sánchez” y “Bloque Quinto”-, es un constante viaje encaminado hacia la belleza. Y lo logra a través de una fuerte carga expresiva, llena de resonancias y crucial humanismo. Imágenes y símbolos dan lugar a magníficos poemas que orientan sus raíces en la mística del silencio y mueven hacia la constante reflexión.

Hablamos de experiencia y hablamos de conocimiento. De una obra que contiene profundos registros literarios. Y hablamos, muy especialmente, de sentimientos, de esencialidad y entrega. La preocupación social se gesta a través de toda su obra mediante el arraigo y el fuerte compromiso. En definitiva, hablamos de honestidad poética, el testimonio vivencial de plenitud colmada, el fruto personal del hombre que cultiva, con generosidad, cada elemento del mensaje hallado, vivido y compartido.
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